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miércoles, 2 de marzo de 2016

OOOH, LA HABANA, OOOH, LA HABANA

LA VIDA ERA MUCHO MÁS
   Me faltaba poco para cumplir los 18 cuando finalicé, con mucho alivio de mi parte y por ineludible mandato familiar, el Bachillerato en Ciencias en el Instituto de Segunda Enseñanza de Santa Clara.
   Cumplido el trámite, había llegado para mí la hora de salir pitando de mi natal y estrecha Esperanza para abrirme hacia otros horizontes y oportunidades. La vida, de eso estaba seguro, era mucho más que dar vueltas en el Parque Martí, ver películas en el Principal, comentar lo que pasaba en el pueblo y casarme y tener hijos con una esperanceña.

   En la madrugada del lunes 17 de septiembre de 1956 mi padre y yo, sentados junto al chofer en la cabina de un camión rastra del Expreso Oriente, íbamos por la Carretera Central hacia La Habana, una ciudad para mí deslumbrante y enigmática que me atraía con la fuerza de un gran imán.


   Yo había visto en el periódico que abría su matrícula la Escuela Profesional de Publicidad, una institución habanera destinada a la formación de publicitarios.
   Se necesitaba gente específicamente preparada para dicha profesión que, según comentarios de prensa, estaba en auge en Cuba y tenía un futuro que se auguraba esplendoroso en una sociedad como la nuestra, en la que el capitalismo se desarrollaría a mil por hora en los próximos años.

   A aquellas alturas, ya mis padres daban por hecho que yo no quería estudiar una carrera universitaria y realmente no resultó difícil convencerles de que me ayudaran económicamente para echar a andar mi aventura en la capital.
   Les dije que a mí lo que me interesaba era la televisión. Y podría llegar a ella a través de la publicidad, una actividad muy ligada a la creación y producción de programas.
   Para explicarles mi estrategia les puse un ejemplo: si yo lograba entrar a trabajar en la agencia que se encargaba de la propaganda de los cigarros Partagás, tendría por lo menos un pie puesto dentro de “Jueves de Partagás”.

LA SITUACIÓN EN CASA

   En 1956, en mi hogar éramos cuatro: mi madre -ama de casa-, mi hermano –por entonces tenía 10 años-, mi padre y yo. Vivíamos bajo el signo de la austeridad, dentro de lo que en términos sociológicos se llamaba, sin que yo lo supiera, “clase baja”. Gente de las que en la bodega compraban tres de azúcar y dos de café y le decían al chino “Apúntamelo que te pago después”. (1)

   El dinero para mantener a la familia provenía de las comisiones -entre el 10 y el 15% del precio del flete de las mercancías recibidas y enviadas- que el viejo cobraba por ser agente en el pueblo de varias compañías nacionales de transporte por carretera que radicaban en La Habana: Expreso Oriente, Tráfico y Transportes, República, Sardiñas, Sicilia, Meteoro. La Flota… Él también daba servicio a porteadores autónomos independientes consiguiéndole viajes para sus camiones.

   En los primeros días de aquel septiembre, dando rienda suelta a su habilidad natural para las relaciones personales, Papá agarró el teléfono y se puso a mover sus contactos con sus amigos transportistas habaneros para encontrarme un trabajito en la capital.
   -- Es un muchacho despierto. Seguro que te puede ayudar en la oficina y no tienes que pagarle mucho –le escuché argumentar.
   Al fin, insistiendo en sus gestiones y llamadas, logró su objetivo.



EN LA HABANA CON MI PADRE 
   Al llegar a La Habana nos fuimos hasta el expreso por carretera que me había prometido el empleo. Lamento no recordar ahora su nombre. Su sede radicaba más allá de la Virgen del Camino, en una zona donde abundaban las naves, a la que se llegaba pagando los cinco centavos (¿ocho quizás?) que costaba el pasaje en la Ruta 10 de la COA.

   El encargado me explicó que mi primera tarea sería ordenar el archivo, cuyos cientos de documentos impresionaban no sólo por su cantidad sino sobre todo porque se veían regados por dondequiera.
   El horario: de lunes a viernes, de 8 a 12 y de 2 a 6. Los sábados, media jornada. Los primeros treinta días estaría a prueba, sin sueldo. Si daba la talla, después empezaría a cobrar 35 pesos mensuales. Al día siguiente, debía estar allí para empezar a las 8 en punto.

   Nuestro amigo esperanceño Pocholo Gutiérrez me abrió hueco en el piso que compartía en régimen de cooperativa con unos pinareños de San Juan y Martínez, en los altos de la esquina de Mazón y San José, frente al parque, a dos cuadras de los estudios del Canal 4. La ubicación era muy buena porque podría ir a pie hasta la Escuela de Publicidad.


   -- Tendrás que pagarnos 30 pesos al mes y compartir la habitación con otro muchacho –dijo Pocholo.
   -- No hay problema –aceptó mi papá.
   -- Ah, otra cosa. No tenemos camas libres.


   En una mueblería de la cercana Infanta, adquirimos un pimpampum, camita metálica con bastidor, plegable y unipersonal. Yo debía recogerlo cada mañana al levantarme para que no estorbara el paso de los demás inquilinos.
   Pagamos por ella siete pesos, otros dos por una colchoneta y cargamos con ellas hacia el piso.

   Pocholo me recomendó una casa cercana, en unos altos de Mazón, donde servían comidas a los estudiantes universitarios de provincias que abundaban por el barrio. La dueña dijo que allí por 60 pesos mensuales podía almorzar y comer todos los días menos los domingos por la tarde.

   Por la noche, rematando un día de trajín, caímos en el onceno piso del edificio del Retiro Odontológico, en la calle L entre M y N. Allí, en la sede de la escuela donde me formaría como profesional publicitario, me inscribí y pagué con $22.50 el primero de los cuatro plazos de la matrícula anual.


El Vedado, años 50
O00h, La Habana, Oooh, La Habana

   Lista y bien amarrada la ubicación de “su niño”, al día siguiente mi padre regresó al pueblo con la promesa de hacerse cargo de mis gastos mensuales, que iban a ser de 100 pesos: 30 de alojamiento, 60 de comidas más los del transporte que calculamos en aproximadamente unos $10. Una vez que me empezaran a pagar en el expreso, la remesa del viejo se reduciría a $65. Con ese cuadro económico me enfrenté con la gran ciudad.

SIN QUE COSTARA UN QUILO

    Las clases, nocturnas, comenzarían el 8 de octubre. Con las mañanas y las tardes ocupadas, aproveché las tres semanas de noches libres en las únicas diversiones que me podía permitir, las gratuitas.
   Muchos paseos por las calles para ir conociendo y absorbiendo La Habana y su ambiente. Galiano, Reina, San Lázaro, Belascoaín, Neptuno, San Rafael, Línea, L, 23…
   Conecté desde el principio con el muro del Malecón. Me gustaba sentarme a mirar el mar sintiendo el sonido de las olas. En aquella época era un lugar muy tranquilo, caracterizado por pescadores silenciosos, concentrados en lo suyo, y parejitas dándose mates que tenían que soportar los gritos impertinentes que les dedicaban desde los autos que marchaban por la amplia avenida.
   -- ¡Suéltala, descaraoooo!

   Por supuesto, enseguida me convertí en asistente frecuente de los programas de radio y televisión con público que se originaban en los estudios de Mazón y San Miguel, Radiocentro y el Focsa. Allí podía presenciar, sin que me costara un quilo, las actuaciones de grandes artistas nacionales y extranjeros. Pero más que eso, lo que más me interesaba era ver, disfrutar, el trajín que se desarrollaba detrás de las cámaras. Algún día, ése sería mi mundo.

EL TRABAJO EN EL EXPRESO

   Al trabajo de auxiliar en el expreso le cogí el tranquillo enseguida. Debía ayudar a los de la oficina en todo lo que me pidieran. Organicé y puse al día un montón pila brujón puñao de documentos, sobre todo cartas de porte de años atrás, que pululaban por allí colocadas en cajones y armarios sin orden ni concierto.
   Al finalizar el primer mes la empresa no me pagó. Eso era lo convenido. Pero al cumplirse el segundo mes tampoco vi algo que se pareciera a un billete. El jefe me dio largas con explicaciones vagas y compromisos de cobrar más adelante.

   Cuando todos los empleados recibieron sus salarios del tercer mes y yo no, me le colé al tipo en su despacho y le dije que me iba. El hombre no intentó retenerme, simplemente abrió la caja fuerte, sacó 30 pesos y me los entregó. Fue el primer dinero que gané trabajando.

COLGADO DE LA BROCHA

   Sin vínculo laboral, me quedé sin escalera y colgado de la brocha. Consciente del gran sacrificio que hacía mi familia mandándome $100 al mes, metí tijera a mis gastos. Decidí comer en casa de la mujer de Mazón sólo una vez al día, con lo que me (les) ahorré 30 pesos mensuales. Si sentía hambre me iba al puesto de fritas. Y me puse a buscar trabajo. Tenía que encontrar rápidamente una fuente de ingresos para no regresar al pueblo.

   En una guía de teléfonos, de aquellas gordísimas, encontré nombres y direcciones de agencias de empleo y me apunté a varias de ellas. (2)

   Me busqué la vida a través de los páginas de clasificados de los periódicos, buceando en las ofertas que se publicaban en las columnas de “Se solicitan”. (3)

   Hallé algunas pinchas, espaciadas en el tiempo, todas temporales y mal pagadas, pero, bueno, algo era algo y me sirvieron para ir curtiéndome.
   Encuestador de surveys, repartidor de paquetes, distribuidor de volantes a los automovilistas que se detenían en los semáforos, vendedor de espacios publicitarios para Radio García Serra –con muy poco éxito, por cierto, porque yo era muy malo en eso y la emisora tampoco inspiraba anunciarse en ella...
    El trabajo que más me duró fue el de office boy en el Departamento de Publicidad de Sabatés, situado en la calle 23 a cinco pasos del cine La Rampa, en el edificio que tenía en la planta baja una gran cristalera donde después, en los 70/80, se hacían desfiles del Centro Experimental de la Moda.
   Allí, además de hacer mandados y cumplir con las tareas que me ordenaran, mi trabajo principal consistía en sacar cada día cientos de copias de libretos de programas de radio y televisión de la firma jabonera utilizando una impresora de ditto que me manchaba las manos y la ropa de azul y se alimentaba con un alcohol que apestaba como gasolina. La maldita impresora estaba ubicada en un espacio minúsculo, una especie de cuarto de las escobas donde como máximo cabían dos personas de pie.
   Cuando me dieron el empleo, los de Sabatés me advirtieron de que me despedirían a los cinco meses y medio. Y así fue. Era una subterfugio que les evitaba tener que, como estipulaba la ley, hacerme un contrato como empleado fijo al cumplir seis meses seguidos de trabajo. Después de todo, creo que me hicieron un bien cesándome porque si hubiese seguido aspirando aquel alcohol tan penetrante, seguramente me habría enfermado seriamente.


COMIENDO MIERDA
   Si yo había ido para La Habana con el propósito de trabajar en la televisión, resulta inexplicable que cuando me quedé sin trabajo no se me ocurriese solicitar un empleo en la TV.
   ¿Por qué no fui al Departamento de Personal de CMQ-TV o a los de los canales 2 y 4 para decirles que yo estaba dispuesto a trabajar allí en cualquier cosa?
   Pues, no lo sé. Durante los 60 años que han pasado desde entonces, a menudo me he hecho esa pregunta y nunca he hallado una respuesta que me satisfaga. La más lógica es "porque estabas comiendo mierda, Yin".

RUBÍN GONZÁLEZ PUBLICIDAD
   Así, con empleos de picar aquí y allá, fue transcurriendo el tiempo. Una noche, en la escuela me enteré de que solicitaban un redactor de textos con experiencia para una agencia que se llamaba Rubín González Publicidad. Sus oficinas, modestas, estaban en los altos del impresionante Palacio Aldama, Reina Nº 1 esquina a Amistad, frente a la tienda Sears.
Palacio Aldama (foto reciente)

   Durante la entrevista de selección que me hicieron allí, utilicé un sistema que siempre, en todas partes, me dio buenos resultados: contesté las preguntas con sinceridad. Les dije que yo no conocía la técnica de escribir anuncios pero había visto miles de ellos y algo se me debía haber pegado. Y subrayé lo fundamental: que yo era un muchacho lleno de ilusiones dispuesto a comerme el mundo si me daban una oportunidad.
   Me hicieron una prueba consistente en inventar algunos lemas y argumentos de venta para productos y la pasé bien. A los pocos días empecé a trabajar allí, redactando textos.

Rubín González en su despacho del Palacio Aldama
    Rubín González tenía mucha conexión con el magnate de la TV y presentador estrella Gaspar Pumarejo, quien había creado un emporio empresarial de comunicación llamado Escuela de Televisión con el que triunfaba al punto de discutirle la supremacía de la audiencia a CMQ-TV. (4)
   Lo que más me ilusionaba de mi trabajo creativo en la agencia era escribir para la tele, libretos de las menciones comerciales que se hacían en vivo en “Hogar Club” y otros programas de Pumarejo originados en los estudios de Prado 210 y transmitidos por Telemundo Canal 2.
   Se trataba de cápsulas publicitarias de corta duración que debían mostrar el producto varias veces, su slogan, sus características, unas frases que llamaran la atención (leit-motiv), una incitación a adquirirlo, etc. Las interpretaba el elenco de locutores y modelos de Escuela de Televisión: Juan González Ramos, Severino Puente, Lidia Montes, Marta Jorge, Dinorah Ayala y otros cuyos nombres hoy se me escapan.

Gaspar Pumarejo (izq) y Otto Sirgo

      Palabras mayores, por su dificultad para crearlas, eran las peroratas publicitarias (speechs les llamaban), unos discursos que oscilaban entre tres y cinco minutos y soltaban frente a cámara, leyéndolas en el tele-prompter, Gaspar Pumarejo y su lugarteniente, el actor y presentador Otto Sirgo.


   Por cierto, Pumarejo se embolsaba 800 pesos y Sirgo 500 cada vez que leían un texto mío mientras mi sueldo era de $60 mensuales por redactar no sólo los anuncios que se creaban en la agencia para la TV sino también los que se publicaban en la prensa. 

¿ENTRAR = PONER UN PIE?
   En la película de 1957 “Un rostro en la muchedumbre”, el actor Andy Griffith interpretó el papel de una personalidad de la televisión americana que decía en su show lo que le escribían un grupo de guionistas anónimos encerrados en una habitación llena de humo en la que se pasaban el tiempo produciendo ideas y textos para la gran estrella. Tan aislados de todo estaban que en una escena se veía como alguien les metía el sobre con el sueldo por debajo de la puerta cerrada.
   Cuando vi el filme, me sentí retratado. Salvando las enormes distancias, por supuesto.
   En todo el tiempo en que pasé en Rubín González Publicidad trabajando para Escuela de Televisión nunca pisé sus estudios de Prado, ni tuve contacto alguno con Pumarejo, Sirgo, González Ramos y los demás miembros del elenco o del grupo artístico-técnico.
   Mi razonamiento, el que le había expuesto a mis padres, “entrar en una agencia que trabaja para la TV = poner un pie en la televisión”, en teoría lógico y bien fundamentado, en la práctica no funcionaba exactamente como yo con ingenuidad había supuesto.


LAS CARAMBOLAS QUE TE DA LA VIDA
   Mis compañeros de Rubín González Publicidad me contaron una peculiar historia. Poco antes de que yo entrara en la agencia, una joven había estado allí pasando la entrevista de selección para trabajar redactando textos. Aunque ella había dejado buena impresión, al final decidió no aceptar el puesto.

   Yo no la conocía pero su nombre se me quedó prendido en la memoria al considerar su gesto algo fuera de lo común. En aquellos tiempos, pocos decían que no a un empleo.

   Por entonces, ella daba sus primeros pasos en el desarrollo de su vocación: la composición musical. A lo largo de su carrera como autora fue creando una sólida obra, un conjunto de hermosas canciones que le hicieron merecedora del reconocimiento general y le han ganado un puesto a perpetuidad en la historia de la música cubana.

   A finales de los 70, nuestros caminos laborales confluyeron y yo, que ya era su admirador,  tuve la suerte de convertirme en su amigo. Curiosamente, en todos mis años de amistad con ella, nunca le pregunté sobre el asunto.
   Lo hice hace poco, por email, y me respondió. Me confirmó que, efectivamente, lo que me habían contado era cierto. Ella había estado en una entrevista de trabajo en aquella agencia publicitaria del Palacio Aldama.

   Fíjense ustedes lo que son las cosas. Por esas carambolas que te da la vida, yo estoy, y siempre estaré, en deuda con aquella chica. Gracias a que ella no aceptó la plaza, ésta quedó vacante, yo fui su sustituto, pude entrar en el mundo de la publicidad y mis sueños comenzaron a dar sus primeros pasos para hacerse realidad.


   ¿Su nombre? Marta Valdés.



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N    O    T    A    S

(1)   Como todo niño, desde que empecé a usar mi razón y miré a mi alrededor, enseguida aprendí que la gente podía ser rica o pobre. De joven, el mundo de la publicidad y de sus aliadas, las investigaciones de mercado, me enseñó una clasificación mucho más precisa que dividía a la población en clases sociales atendiendo a sus ingresos.
   Desde arriba (“Muy alta” y “Alta”) la escala iba descendiendo (“Media alta”, “Media”, “Media baja”, “Baja”). El nivel “Muy baja”, aplicable a los que se comían un cable y a los que no tenían ni donde caerse muertos, existía pero como consumían muy poco, prácticamente no se tenía en cuenta por la mayoría de los anunciantes y publicitarios.


(2)   El universo de la búsqueda de trabajo era tan nuevo como complicado para mí. Un ejemplo me servirá para explicar la mecánica de las agencias de selección de personal.

   Me inscribí en el Buró de Empleos Nobel, que estaba en Prado cerca de Neptuno. Fin de Siglo necesitó un repartidor y llamaron a Nobel, que me mandó a ocupar el puesto. Por esa labor de intermediación, yo tenía que entregarle a la agencia la mitad de lo que yo ganara en el primer mes.

   Cuando me presenté en los grandes almacenes de San Rafael y Águila, me dijeron que yo iba a sustituir durante treinta días a uno de sus repartidores fijos. El trabajo consistía en cargar paquetes en una furgoneta de la firma y entregárselos en sus domicilios a clientes de la zona del Vedado. Se empezaba a las 8 de la mañana y se terminaba cuando toda la paquetería del día hubiera sido distribuida.
   Me pagarían 90 pesos. Como el empleo duró sólo un mes, me pareció injusto que tuviese que entregarle 45 a la agencia Nobel. Y no se los di. Para mi sorpresa, ellos no me los reclamaron pero, por si acaso, no me aparecí más nunca por sus oficinas.

(3)   Un vistazo a las ofertas que se publicaban en los periódicos muestra la importancia que se le daba a la experiencia previa en el puesto. Más, ¿cómo acceder a un empleo que te exige destreza adquirida si el mercado de trabajo no te da la oportunidad de conseguirla? Era la pescadilla loca que se muerde la cola.


   Otro requisito, presente en muchas solicitudes, era el de “buena presencia”. El concepto en sí es muy relativo ya que lo que unos consideran como un aspecto físico correcto, puede no serlo para otros. Aún así, como noción general, podría valer en ciertas situaciones. Hay cierta lógica en que el vendedor de una tienda tenga una apropiada apariencia para que le inspire confianza al que entra a comprar. Pero yo me preguntaba ¿por qué es necesaria la buena presencia para trabajar en el interior de un almacén o en una oficina en que no se atiende al público?
   Como pude comprobar después, la exigencia de lucir bien con frecuencia era un eufemismo que ocultaba el racismo, la discriminación y la arbitrariedad, una herramienta para que el empresario la usara o no de forma discrecional.
   De todas formas el juego estaba planteado con esas reglas y te adaptabas a ellas o no jugabas. Yo tenía un saco y una corbata que había traído del pueblo y me sentía obligado a ponérmelos cada vez que tenía que presentarme en una entrevista de trabajo.


(4)   Aunque nunca lo pude confirmar, siempre he pensado que Rubín González Publicidad, una agencia tan pequeña que funcionaba con sólo cuatro empleados contando al jefe, era un negocio oculto de Gaspar Pumarejo ya que las marcas que a las que allí se le hacían los anuncios invertían casi todo su presupuesto de promoción en los programas del magnate fundador de la televisión: Dulces Felices, Galletas Gilda, Cerveza Miller High-Life, Refresco Ironbeer…
   Es posible y hasta probable que Pumarejo recibiera un porcentaje de las ventas de esos productos, que aumentaron sustancialmente su presencia en el mercado gracias al apoyo televisivo del popular presentador.

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 La empresa norteamericana Create Space / Amazon ha publicado,
en formato papel, dos libros de mis "Memorias Cubanas".
Sus páginas son un compendio de mis experiencias y mis circunstancias, vividas en el mundo de la televisión, los espectáculos, la creación musical,

la radio, la publicidad y la prensa.
Los dos volúmenes recogen, en clave autobiográfica, sucesos, “batallitas”, semblanzas, anécdotas y reflexiones personales.
El Libro 1, “Eugenito quiere televisión”, tiene 342 páginas. 

El Libro 2, "Quietecito no va conmigo", 362 páginas.
Ambos están a la venta en las webs
 www.createspace.com  www.amazon.com  www.amazon.es

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1 comentario:

  1. Hola Pedraza Ginoris. No sabia donde presentar este material que encontre sobre una actriz cubana que recientemente ha sido abusada, en la Habana Cuba, y separada de los medios. Quiero denunciar este caso en este blog que es tan popular.

    https://youtu.be/27MlziMtVTs

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