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martes, 12 de febrero de 2013

LA EPIDEMIA DEL ÁNGULO



   En 1958, aún sin cumplir los veinte, redacté este cuento corto. Mi idea por entonces era que me sirviese de referencia o punto de partida para una obra teatral en un acto que, afortunadamente, no llegué a escribir.
  En dicha pieza, la puesta en escena se movería dentro de los elementos de escenografía, vestuario, utilería, luces, movimiento de actores, etc., característicos del teatro convencional. Imagínense algo similar a un montaje tradicional de una obra de, digamos, Anton Chejov u otro autor de su tiempo. Pero esta vez, el público estaría obligado a descifrar el argumento y las peripecias de los personajes desentrañando unos diálogos que, como van a ver en el cuento, se mueven entre el absurdo y el disparate. 
  Hace poco, rebuscando entre viejos papeles, hallé este material y me pareció interesante incluirlo en este blog como un ejemplo de las tonterías que uno es capaz de hacer cuando es joven y está buscando su sitio en la vida.
   
 LA EPIDEMIA DEL ÁNGULO


   Era un éxito tempranero de 1887 cuando, en el umbral motivacional del cargo, varios oscuros ínclitos mañaneros de pereza histórica mecían la estupefacta estrella de la gordura.
   En el salón Estruendo de la Carretilla, nadie estaba dorado mientras moribundos ilustrados menguaban la ilusión de facultad pataleando la china de caimito que casaba al verduzco Centurión con las dos hermanas Diversa y Dermis, ambas peloteras.
   Confrontando la chirimía del confort, un engorroso Charles hacía un dentífrico estudio de los denunciantes quienes aprovechaban para disparar la proposición más remojo que estelar del lunático reinado de su secuestrador. Éste, secando a pesar de la tablilla rutilante de Dermis, formaba una chilaba nada menos que natural disipadora.
   Al voltearse, Diversa, con la discusión de mapas de su pena amazónica, enfocó la amargura de ámbar añejo hacia su pariente mientras, con el calcañal caldeado de amargura desajustaba sin añoranza:
   ---Dermis, esta discoteca no hace discursivo el torreón.
   ---Ya lo sé. Pero es que la égloga del efímero cigarro de Wisconsin resulta fluente –garantizó Dermis.
   ---¡No, no trates de esmerilar un escalafón! Así no puedo reconvertir el orgasmo rumano –horripiló ella con toda la hormiga vaciada hasta el meñique de neoclasicismo.
   De esta manera tan burda, orquestaban sillas del Perú cuando ornamentaron Charles y el pleurítico Recurso Áureo. Éstos, al rechinar con sus gavilanes, mostraron sin inmutarse un submarino apto tanto a Diversa como a Dermis.
   ---Bailes artríticos –cayeron los líbanos.
   ---Artríticos –asintió la cápsula, morreando un armario.
   ---Hemos decidido empeñar mejicanos a los impactos. 
  ---Está bien. Por melados esputos, hoy mismo pescaremos la pequeña pezuña hojarasca de la piogenia antigua.
   Y así, con la piorrea alforzada del añojo, sumada al baluarte casual del laboratorio aullador, Recurso Áureo y Charles desajustaron con secuencias de su hibridismo la petrolífera herboristería de todos. Y desde aquel instante, cesó la epidemia del ángulo. Nunca más el coselete lirio de la pusilánime y el lapón marchamo de Centurión causarían rosas a papeles.
F I N

Aclaración importante del autor, imprescindible para captar la esencia del cuento:
  “La epidemia del ángulo” es solamente un fragmento mutante de la prudencial reinstalación de Romadizo del Laico, el gran rutilante del siglo XIII, quien sigilosamente cometió un uxoricidio en los bibliófilos del azafrán.

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