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domingo, 4 de febrero de 2018

MI MAMÁ LOLITA

   Se llamaba Dolores, Dolores Buján Vázquez, pero siempre fue Lolita. Nació en El Cerro, o sea que más cubana no podía ser, pero ella siempre se sintió gallega. Su madre había emigrado desde aquella tierra hermosa y lejana en los tiempos en que una travesía entre Vigo y La Habana duraba veinte días. De niña, ella le oía contar leyendas de bosques nevados cubiertos de niebla por donde pasaba la Santa Compaña, historias de antepasados de aquella Galicia donde el frío apretaba en invierno y la primavera era un hermoso renacimiento de la naturaleza, una fiesta amenizada por muñeiras.
    Cuando tenía nueve años, su mamá le dijo «vamos, para que conozcas a tu padre» y Galicia pasó de ser un sueño a hacerse realidad. Fueron unos años, pocos, pero los suficientes para que la pequeniña echara raíces en Palas de Rei y corriera por las praderas cercanas a la aldea con las amiguitas que ni se imaginaban el tráfico que había en Monte y Belascoaín ni conocían lo rico que suena un son tocado por un sexteto.
    A los doce o algo así, la madre, que era de anjá, decidió que ya era hora de regresar definitivamente a Cuba y ella sintió que más que llevársela, la arrancaban de Galicia.
   Él, Manolo, había nacido en Grado, Asturias, y pastoreaba ovejas. Cuando dijeron que andaban reclutando jóvenes para una guerra que España libraba en África decidió salir huyendo en el primer barco que encontró, uno que lo dejó con una mano delante y otra detrás en el puerto de La Habana.
   Me gusta imaginar que Lolita y Manolo se conocieron y se enamoraron en aquellas verbenas de emigrantes que se celebraban en los jardines de La Tropical. A la madre de ella nunca le gustó que su hija, tan bien educada, se casara con aquel tipo pobre ─y por encima asturiano─ que trabajaba en un puesto de frutas en el Mercado Único. Pero el amor venció a la retranca y se casaron y tuvieron dos hijos. Como mandaba la costumbre, el mayor se llamó Manuel y la niña Dolores.
    Pasaron los años y se repitió la historia. A Lolita no le cuadró que su hija, preciosa, lista, con valores firmes, que ya despuntaba como cineasta en el ICAIC y como actriz y directora en teatro y televisión, se empatara con un tipo como yo, divorciado, de pelo largo, con cierto desorden en su vida de soltero que picaba por las noches en los cabarets a ver lo que caía y alternaba con amistades poco recomendables. La señora no entendía por qué su Loly me prefería en vez de hacerle caso a aquel tranquilo y decente enamorado narrador de novelas radiofónicas que le escribía poemas y se los mandaba con ramos de flores.
    Al principio yo tampoco lo entendía, mas lo cierto es que contra toda lógica, la hija dechado de virtudes que Lolita había criado con celo, optó por unirse a ese Ginori nada recomendable que por no tener no tenía ni casa.
    Y un día 4 de febrero nos casamos y fui a vivir con mis suegros, dos pedazos de pan, a Carmen esquina a Monte, en la cuadra donde todo el mundo quería a Lolita porque ella era servicial y desprendida.
    Tuve que portarme bien durante años para que Lolita me aceptara primero como su yerno y más tarde como su hijo. Creo que el milagro se produjo gracias al amor que Loly nos tenía a ambos. Y a que yo le demostré que lo mío con La Buján iba en serio, tan en serio como para construir sobre el Ginori desordenado un nuevo personaje digno de su hija. Y digno de Lolita.
    Ellos fueron mi mejor familia. Y ella me quiso y yo la quise porque terminó siendo mi madre habanera que sustituyó a la que se quedó en Las Villas.
    Y mira tú por donde, la cosa se puso insoportable en Cuba y tuvimos la Loly y yo que emigrar. Pensando siempre en el regreso que no se produjo. La casualidad hizo que cayéramos en la Galicia que Lolita añoraba. La tarde en que nos fuimos para nunca más volver, cuando vinieron a buscarnos para ir al aeropuerto, me abrazó y me susurró al oído «cuídamela». La última imagen que recuerdo de ella fue cuando, despidiéndonos, se asomó a la ventana y nos dijo «no dejen de ir a Palas, no dejen de ir a Palas».
    Y claro que fuimos a Palas de Rei y allí las octogenarias se acordaban con cariño de la cubanita con la que jugaban siendo niñas. Y en las praderas donde corrió, respiramos el mismo aire puro que ella había respirado sesenta años antes Y visitamos las ruinas de la casa de su padre, el que nunca quiso viajar a La Habana, y colocamos flores en su tumba.

Lolita Buján Vázquez y Loly Fernández Buján
    Hoy, también 4 de febrero, se cumplen tres años de que Loly partió. Y aunque yo me las doy de no creer en que haya vida más allá de la muerte, algo me dice que Lolita sabe que cumplí su petición de cuidar de su hija. Algo me dice que las dos, juntas, están leyendo esto y que a Loly le va a encantar que en esta, nuestra fecha, yo haya recordado a su mamá. A mi mamá.

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