El 6 de marzo de 2018 salió a la venta “Los
Basurita de Carajillo”, mi primera novela. Para celebrar el segundo aniversario de ese acontecimiento trascendental
en la historia de la literatura mundial, hoy publico aquí, íntegro, un capítulo
de dicha excelsa obra. De esta manera, aquellos que no la han leído llevarán carta
de lo que se están perdiendo y se animarán a adquirirla en Amazon.
CAPÍTULO 2
LICEO CULTURAL Y PROGRESISTA
De carácter racista y clasista, la sociedad
carajillense se regía por un complicado y rígido tejemaneje de relaciones e
interacciones que venía de muy atrás. Su máxima era «Cada cual debe estar en su
lugar». Su mejor expresión eran los dos centros de ocio, instrucción y recreo,
similares en sus estructuras y funcionamiento, alrededor de los cuales giraba
una especie de high life pueblerina.
La primera división, la más importante, se
establecía de acuerdo a la raza. Las personas negras y mulatas disponían del
Ateneo Fraternal Afrocubano, que contaba con un amplio espacio para bailes y
juegos de mesa. Los blancos se agrupaban en torno a un recinto de nombre tan
largo como rimbombante: El Liceo Cultural y Progresista de la Colonia Española
Carajillense.
Una vez separados por el tinte de la piel,
los que tenían acceso a los salones y actividades de ambos centros se definían
a sí mismos como «la gente de bien». Los dos requisitos fundamentales que se
exigían para pertenecer a dichas instituciones eran no ser demasiado pobre y
cumplir con las normas de la decencia.
Al menos de una decencia pública aceptable en
aspectos como la honestidad, la moral sexual y el respeto a las convenciones
establecidas para una adecuada convivencia. Todo ello de fachada hacia afuera,
jugando a las apariencias y teniendo bien a mano el manto cubrelotodo y
omnipresente de la hipocresía.
Un peldaño más abajo se situaba «el vulgo». Los
no indigentes, pero siempre escachados, los necesitados a los que un billete de
cinco pesos les caía como un aguacero a una tierra reseca.
Y en el fondo de la escala se movía el
segmento que los de arriba denominaban la chusma, la ripiera, lo peor de lo
peor, la gentuza, las heces del pueblo...
Todos los habitantes de la localidad, del
rango que fueran, tenían
a
su disposición y usaban una manzana completa de propiedad pública: el parque de
Don Abundio. Y allí acudían, a disfrutar del aire libre rodeados de frondosos árboles,
bien atendidos canteros con flores y una ancha ronda para pasear delimitada por
hileras de bancos.
Pero eso sí, cada grupo en su mundo, conviviendo
en paz, pero sin mezclarse.
Fundado en el último tercio del siglo XIX por
peninsulares integristas ─su nombre original fue Colonia Española─, el Liceo se
caracterizó en sus inicios por un tira y afloja ideológico ya que en su seno se
cobijaban también criollos simpatizantes de la independencia.
A mediados de los años 30, los intereses
comunes y la cohabitación durante décadas de república habían conseguido limar
las diferencias de antaño y convertirlo en un sitio tranquilo, para pasarla
bien.
Situado en lo más céntrico de la población,
frente al parque, en sus cómodas instalaciones se disfrutaba de un ambiente
acogedor, grato, salpicado por las amigables controversias provocadas en las
partidas de dominó, machuca, brisca, tute subastado o billar. Entre los cafés
calienticos, las cervezas frías y las copitas de anís que servía el conserje
Baldomero bajo los arcos del precioso patio colonial, el aromático humo de los
tabacos selectos y los mosquitos que había que espantar una y otra vez, a los
señores liceístas se les disolvían las horas entregados a un ameno pasatiempo:
tertuliar.
─Óigame, esos aguacates no solo son sabrosos,
sino grandes. Tienen el tamaño de melones.
─Los del sindicato tabacalero se pusieron
ariscos por lo de la nueva ley y la Guardia Rural tuvo que sonarles unos
cuantos planazos para que dejaran de corcovear.
─Miren esta noticia: «Hitler afirma que el
ejército nazi está listo para entrar en guerra».
─Está más que demostrado: la política nacionalista
de mano dura, como la de Alemania, es la que levanta a un país.
─Ese mal que está atacando a la papa es parecido
al que padecimos cuando Alfredo Zayas fue presidente.
─Hoy en día los matrimonios no tienen tantos
hijos como antes. Dice El Diario de la Marina que, si continuamos así, en el
año 2000 apenas va a haber gente en Cuba.
Las esposas, hermanas e hijas mayores de los
socios se balanceaban en las grandes mecedoras del portal, competían en reñidos
campeonatos de parchís y damas chinas, creaban talleres de encaje en los que
confeccionaban canastillas de caridad que obsequiaban a las preñadas sin
recursos que pariesen en fechas patrióticas y hacían corrillos para cuchichear
la parte de la actualidad local que les interesaba:
─Tiene cuatro lobanillos inmensos. Y lo malo
es que le faltan otros siete porque no paran de salir hasta completar once.
─¡Ay, que el Señor la ampare! ¿Y eso de qué
será?
─Para mí que se trata de una tara.
─Tienes razón, no hay que olvidar que todos esos
Martínez son medio epilépticos.
Varias veces al año la directiva organizaba
fiestas bailables que podían ser de dos tipos: la soirée y la matinée. En
esencia venían siendo lo mismo, excusas para sacudirse el muermo que dominaba la
vida pueblerina, pero tenían sus características propias.
La soirée, exclusiva para mayores, exigía un
vestuario formal. En ella tocaba una orquesta jazz band y se celebraba el
sábado de noche.
Al día siguiente la matinée duraba de cinco a
nueve. Asistían adolescentes y menores de edad, hijos, nietos y sobrinos de los
asociados. Allí la música la ponía un conjunto típico de sones y boleros. Los
varoncitos podían asistir con pantalón corto y a los jóvenes se les pedía guayabera.
Aquel domingo de carnaval por la tarde, a
principios de los 40, el pequeño Jaimito «Mito» Poveda se vistió con un traje
de pordiosero que su madrina, la bodeguera Encarna, le confeccionó con un saco
de yute de los que servían para envasar azúcar prieta. Su disfraz se completaba
con unos zapatones destrozados rescatados de un basurero y una vieja careta de
cartón que le dio la vecina Susanita.
Salió de su casa inundado por esa desmedida
alegría que experimentan los fiñes cuando van escondidos tras un tapujo. Después
de recorrer varias calles intercambiando saludos y bromas con transeúntes y con
otras mascaritas, llegó al parque de Don Abundio. La guaracha tan sandunguera que
interpretaba el septeto dirigido por Bizcocho le atrajo al Liceo.
Por lo que observó a través de los
ventanales, los niños y las niñas que bailaban allí dentro se lo estaban
pasando chévere. Vestían de piratas, monjitas, peloteros, odaliscas...
Cuando los músicos terminaron su tanda, los alborozados
asistentes se dedicaron a destrozar a palo limpio una gran piñata en forma de
pato que colgaba en el centro del salón. Al romperse dejó caer sobre ellos una
lluvia de caramelos.
Eran chamas, tan chamas como él. Mito les vio
felices, gritando y riendo, y sintió un deseo grande de ser uno de ellos.
─Mima, ¿por qué nosotros no podemos entrar en
el Liceo? ─quiso saber en cierta ocasión.
─Porque ese lugar es para ricos y nosotros
somos pobres.
─¿Y por qué somos pobres?
─Porque no tenemos dinero.
─¿Y por qué no tenemos dinero?
─Ay, niño, ya estás otra vez con la
preguntadera y la majomía.
Él lo tenía asumido, aquel lugar no era para
él. A cara descubierta jamás se habría lanzado, pero amparado en el anonimato
que su camuflaje le proporcionaba, pensó «esta es la mía». Esperó un descuido
del portero y se coló en la cumbancha.
No le pudo sacar partido a su osadía. Su
aventura como infiltrado en el mundo de la clase alta no llegó a los dos
minutos. Sintió que alguien le quitaba la careta y la rompía. El vocal de la
Junta Directiva responsable de la Sección de Orden, Decoro y Buen Comportamiento
le agarró una oreja ─«suélteme, señor, suélteme», suplicaba Mito─ y le arrastró
por todo el salón hasta la puerta de entrada ante decenas de miradas entre
sorprendidas y burlonas.
─Oye, zarrapastroso, ¿a ti nadie te ha dicho
que no puedes estar aquí? ─exclamó zarandeándole─. ¿Tú no sabes que eres un
chusmita, hijo de Quino Basurita y de Moncha Basurita, que son un par de
inmorales, unos desvergonzados? Así que ten cuidado con equivocarte de nuevo.
Si te vuelvo a ver allá dentro te voy a sacar no como ahora, sino a patadas,
¿te enteras?
Cuando el hombre al fin le soltó, él atravesó
la calle para volver a situarse donde le correspondía, enfrente de la fiesta,
en medio de dos o tres chiquillos de su condición a quienes se les llenaban los
ojos de envidia al ver cómo en una sociedad que se proclamaba cultural y progresista
se divertían de lo lindo los otros niños, los que no eran ni zarrapastrosos ni chusmitas,
los que habían tenido la suerte de haber nacido de padres que no eran ni
inmorales ni desvergonzados.
Como
decía Mayía, la matriarca de una de las principales familias:
─¿Cuándo y dónde se ha visto que la gente
tralla se mezcle con las personas decentes?
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