A principios de 1970, tras casarme con Loly, fui a vivir al piso de ella y sus padres en la calle Carmen, cerca de Vives. En el edificio de al lado residía un matrimonio formado por dos cuarentones. En este relato les llamaré Adela y Fermín, aunque no son sus nombres reales.
Eran dos personas decentes de pies a cabeza y con eso los describo perfectamente. Adela era ama de casa y Fermín era jefe de una brigada de operarios de la Empresa Eléctrica. Andaba a diario por La Habana en un camión de instalaciones y reparaciones, trabajando lo mismo en lo alto de un poste que en uno de los túneles llenos de cables que surcan la capital por debajo de las calles. Jugándose la vida en un puesto peligroso que se había cobrado la vida de más de uno de sus compañeros.
La amistad de años que ellos mantenían con la familia de mi esposa se alimentaba de la cercanía y la buena vecindad. A poco de mudarme les conocí, primero intercambiando frases de balcón a balcón y después visitándoles en su piso. Lo que me llamó la atención en ellos era la tristeza que irradiaban.
Cuando se lo comenté a Loly, ella me reveló el motivo. Un par de años antes, Adela y Fermín habían sufrido una terrible desgracia. Sus dos únicos hijos, ambos rondando los veinte años, habían salido en una pequeña embarcación de un punto de la costa norte rumbo a la Florida y nunca llegaron. El mar se los tragó.
Enterado del suceso, en mis siguientes visitas a mis vecinos cobraron especial interés y significado para mí los retratos de los dos jóvenes que colgaban de las paredes del salón.
Durante los 14 años que viví en Carmen, Adela, Fermín y yo conversamos muchas veces, de muchos temas diferentes, pero nunca hablamos de la tragedia de los dos hijos perdidos para siempre en su intento de escapar de Cuba. Era evidente que el asunto les resultaba demasiado doloroso y yo respeté su silencio.
Han pasado cincuenta años, Adela y Fermín deben haber fallecido ya, deben haber descansado de la amargura y el dolor que sufrieron en cada uno de los días de sus últimos años. Ha pasado más de medio siglo y todavía hoy el océano se sigue cobrando vidas. Y uno se pregunta: ¿hasta cuándo?
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