Irma Shelton es una
persona que cobra como periodista del Sistema Informativo del ICRT. Una
más entre las cotorritas que cumplen su tarea diaria diciendo lo que se
puede y debe decir, lo que al régimen le conviene que se diga.
La compañerita Irma llevaba muchos años en ese nido de la mentira y la manipulación que es la prensa oficial cubana, siguiendo las orientaciones con obediencia, sin alcanzar notoriedad, agarrando su viajecito al exterior de vez en cuando, cuando se lo daban como estímulo, y más tranquilita que un caracol aburrido.
Pero hace poco, en medio de la actual pandemia del coronavirus, cuando la población de la isla no puede confinarse debidamente porque tiene que salir a la calle a guapear algo que llevarse a la boca, cuando la gente que no pertenece a las altas esferas (o sea, el 99% de los cubanos) las pasa canutas haciendo colas de muchas horas para ver si tiene la suerte inmensa de agarrar un pedazo de pollo o unas croquetas ácidas, a la Shelton se le ocurrió aparecer en la tele argumentando lo jodida que estaba la cosa en los malosos países capitalistas desarrollados donde, según ella, la falta de jama daba al pecho.
Irma metió la pata (más bien, las dos patas) con aquel desafortunado comentario y lo que le cayó encima fue un aguacero, no de agua bendita precisamente. Los cubanos que viven en esos países llenaron las redes sociales con fotos de mercados abarrotados de alimentos y dedicaron todo tipo de reproches a la periodista que apretó tanto el manipulómetro que lo rompió.
La Shelton saltó así de su apacible anonimato a protagonizar esos quince minutos de fama que, según dicen, todos tenemos en la vida. En su caso, de mala fama. Y para compensarla por el mal momento que estaba pasando, sus jefes decidieron pasarle la mano, entregarle el Premio Pequeña Pantalla, que, como todos los galardones que entrega el ICRT consiste en un ramo de flores y un diploma.
El oficialista Canal Caribe dice que se trata de “un reconocimiento a labor de Irma y a su compromiso con la información al pueblo de Cuba y su revolución” y se solidariza “con esta periodista, víctima de la manipulación, la mentira y el odio de criminales que, desde Miami, han tratado de denostar, recientemente, su trabajo ejemplar”.
Ella debió sentirse respaldada por sus amos y volvió a sonreír con la sonrisa del deber cumplido que, por unos días, le habían borrado del rostro, esos viles gusanos imperialistas que la atacaban sin piedad.
Cuando llegó a su casa, colocó el diploma en la pared, metió las flores en un jarrón y se sentó en un sillón de su sala a observarlos con la satisfacción que da el ser una fiel servidora de la revolú.
El día de mañana, cuando la compañerita Irma sea una viejecita arrugada cuya pensión de jubilada no le alcance para llegar a fin de mes y la máquina de moler carne del régimen la haya olvidado por completo como ha hecho con miles de antiguos lacayos que, como ella, malgastaron su vida cumpliendo orientaciones, apoyando lo que le decían que había que apoyar y defendiendo lo indefendible, ese día ella se sentará en el mismo sillón, mirará las flores que estarán más que marchitas y el diploma amarillento que no fue más que un trozo de papel sin valor alguno y llegará a la conclusión de que nunca fue buena periodista porque los buenos periodistas no mienten a sabiendas. Y la tristeza la invadirá porque sentirá en lo más hondo de su corazón que siempre se fue con la de trapo, que nada valió la pena.
La compañerita Irma llevaba muchos años en ese nido de la mentira y la manipulación que es la prensa oficial cubana, siguiendo las orientaciones con obediencia, sin alcanzar notoriedad, agarrando su viajecito al exterior de vez en cuando, cuando se lo daban como estímulo, y más tranquilita que un caracol aburrido.
Pero hace poco, en medio de la actual pandemia del coronavirus, cuando la población de la isla no puede confinarse debidamente porque tiene que salir a la calle a guapear algo que llevarse a la boca, cuando la gente que no pertenece a las altas esferas (o sea, el 99% de los cubanos) las pasa canutas haciendo colas de muchas horas para ver si tiene la suerte inmensa de agarrar un pedazo de pollo o unas croquetas ácidas, a la Shelton se le ocurrió aparecer en la tele argumentando lo jodida que estaba la cosa en los malosos países capitalistas desarrollados donde, según ella, la falta de jama daba al pecho.
Irma metió la pata (más bien, las dos patas) con aquel desafortunado comentario y lo que le cayó encima fue un aguacero, no de agua bendita precisamente. Los cubanos que viven en esos países llenaron las redes sociales con fotos de mercados abarrotados de alimentos y dedicaron todo tipo de reproches a la periodista que apretó tanto el manipulómetro que lo rompió.
La Shelton saltó así de su apacible anonimato a protagonizar esos quince minutos de fama que, según dicen, todos tenemos en la vida. En su caso, de mala fama. Y para compensarla por el mal momento que estaba pasando, sus jefes decidieron pasarle la mano, entregarle el Premio Pequeña Pantalla, que, como todos los galardones que entrega el ICRT consiste en un ramo de flores y un diploma.
El oficialista Canal Caribe dice que se trata de “un reconocimiento a labor de Irma y a su compromiso con la información al pueblo de Cuba y su revolución” y se solidariza “con esta periodista, víctima de la manipulación, la mentira y el odio de criminales que, desde Miami, han tratado de denostar, recientemente, su trabajo ejemplar”.
Ella debió sentirse respaldada por sus amos y volvió a sonreír con la sonrisa del deber cumplido que, por unos días, le habían borrado del rostro, esos viles gusanos imperialistas que la atacaban sin piedad.
Cuando llegó a su casa, colocó el diploma en la pared, metió las flores en un jarrón y se sentó en un sillón de su sala a observarlos con la satisfacción que da el ser una fiel servidora de la revolú.
El día de mañana, cuando la compañerita Irma sea una viejecita arrugada cuya pensión de jubilada no le alcance para llegar a fin de mes y la máquina de moler carne del régimen la haya olvidado por completo como ha hecho con miles de antiguos lacayos que, como ella, malgastaron su vida cumpliendo orientaciones, apoyando lo que le decían que había que apoyar y defendiendo lo indefendible, ese día ella se sentará en el mismo sillón, mirará las flores que estarán más que marchitas y el diploma amarillento que no fue más que un trozo de papel sin valor alguno y llegará a la conclusión de que nunca fue buena periodista porque los buenos periodistas no mienten a sabiendas. Y la tristeza la invadirá porque sentirá en lo más hondo de su corazón que siempre se fue con la de trapo, que nada valió la pena.
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