En julio de 1932, el territorio
cubano estaba cundido de infecciones. Por todas partes el tifus, la
malaria y la poliomielitis se ensañaban con la población, especialmente
con los niños. La prensa se quejaba de la dejadez de las autoridades
sanitarias, que no enfrentaban la crítica situación que se vivía y se
limitaban a dar recomendaciones.
Los que nacimos en aquella época
pasamos nuestra infancia con el peligro acechándonos todos los días.
Supongo que quienes sobrevivimos a todo aquello lo hicimos de milagro.
Una suposición contradictoria en mí, porque yo no creo en los milagros.
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