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viernes, 29 de enero de 2016

NACIDO Y CRIADO EN SAN NICOLÁS DEL PELADERO

Después,
cuando crecí,
cuando abrí bien los ojos y las entendederas,
me fui enterando de que existían cosas malas:
el infortunio, el sufrimiento, la enfermedad,
la muerte.
De que mis mayores habían vivido siempre sacrificándose, con el agobio de llevar cada día un plato de comida a la mesa, sacar adelante a sus hijos, tener algo decente para vestir y calzar y conseguir unos pesos para pagar las medicinas y el alquiler.

Cuando crecí,
cuando abrí bien los ojos y las entendederas,
comprendí que en mi hermoso país,

la perla del Caribe, orgullo de América Latina por su progreso y bienestar,
lo peor no eran los ciclones sino soportar cada día unas calamidades que se llamaban pobreza, desigualdad, desempleo, corrupción, politiquería, machismo, prostitución, explotación, analfabetismo, injusticia, racismo, prejuicios, indiferencia y sálvese quien pueda.

Cuando crecí,
cuando abrí bien los ojos y las entendederas,
supe que, a pesar de todo el desastre nacional, no había que dejarse vencer por el pesimismo. Que en medio de la oscuridad criolla siempre había habido luceros que vencieron a las tinieblas irradiando una luz propia y muy brillante: Finlay, Martí, Maceo, Lecuona, Matamoros, Adolfo Luque, Agramonte, la Avellaneda, Roig y Cervantes, Capablanca, José White, Rita y Bola, Abela, Albear, Quintín Banderas, Sindo y Corona…

Después,
cuando abrí bien los ojos y las entendederas,
y las circunstancias me enseñaron lo difícil, lo jodida que puede ser la vida
si uno le exige mucho,
entonces y sólo entonces
me di cuenta de que yo había sido un niño feliz en un mundo infeliz.

Pero todo eso fue mucho después.
Ahora,
ahora toca hablar de mi infancia.


   Yo nací, en 1938, y me crié, hasta 1956, en Esperanza, un San Nicolás del Peladero ubicado en el medio de la provincia de Las Villas. Cinco cuadras de largo por seis de ancho, partidas en dos por la Carretera Central.


LA SECUENCIA INTERMINABLE
   El parque, el ayuntamiento, el cine, la botica, la iglesia, la plaza del mercado, la escuela, el tren, el despalillo, a dos o tres cuadras el campo con sus vacas, la estación de policía, el liceo de los blancos y la sociedad de los negros, la calle real, el elevado, el cementerio, la tienda de torres y "la maravilla", la carretera central, la fonda, el parque, el ayuntamiento, el cine, la botica, la iglesia, la plaza del mercado, la escuela, el tren, el despalillo… y así se repetía la secuencia una y otra vez, tan cansina como interminable.

MIENTRAS EL MUNDO SE ESTREMECÍA
   Allá por los años 40, el mundo se estremecía, primero por las batallas de la Segunda Guerra Mundial y más tarde, por las tensiones de la posguerra.
   Mientras tanto, Esperanza era el típico pequeño pueblo del interior de la república donde casi nunca pasaba algo relevante. La vida de la villa de mi niñez transcurría con una tranquilidad más grande que estate quieto, sólo alterada por algún insignificante suceso ocasional difundido y ampliado por el boca-oreja durante varios días hasta alcanzar categoría de evento local.
   -- Anoche Arturito Mamoncillo se estaba llevando a Estrellita, la mayor de Mongo El Ferroviario, pero los cogieron en el brinco.
   “Se estaba llevando” significaba que los novios habían optado por escaparse juntos para provocar, con el hecho consumado de su fuga, que los padres de ella le dieran el visto bueno al matrimonio no deseado de la pareja. A eso se le llamaba “casarse por la parte de atrás de la iglesia” y daba mucho juego informativo.
   -- Arturito tuvo que salir echando en plena madrugada, huyendo de Mongo que le cayó atrás con un palo. Y a Estrellita le dio una cosa y tuvieron que correr con ella para el hospital de Santa Clara.
   -- ¡Coñó!


    Se puede decir que, en general, lo que ocurría fuera del pueblo no le interesaba demasiado a los esperanceños. Un ejemplo de ello: la tarde/noche del domingo 26 de julio de 1953, mientras la radio informaba sobre unos ataques que se habían producido aquella mañana en los cuarteles del Ejército de Batista en Santiago y Bayamo, nuestro Parque Martí estaba repleto de gente, dando vueltas y cogiendo fresco tranquilamente, hablando de sus asuntos como en un día cualquiera, como si en Cuba no hubiese sucedido nada. Como si Oriente fuera una provincia de Burundi.

LA JOSÉ MARTÍ, LA MEJOR ESCUELA DEL MUNDO
   Mis mañanas, de 8 a 12 y media, las pasaba en la primaria de varones en la que aprendí a leer de corrido, a escribir con buena letra y a recitar de memoria las tablas de sumar, restar, multiplicar y dividir.

   Era la mejor escuela pública del mundo porque tenía muy buenos maestros, un patio enorme para correr cantidad en el recreo y porque, desde primero hasta sexto grado, jamás me abrumaron poniéndome tareas para realizar en la casa.

   Había que tener seis años para entrar en la enseñanza primaria. En septiembre comenzó el curso del 43 en la José Martí. Mi padre era amigo del director y éste se saltó el requisito de la edad y me matriculó cuando aún me faltaba un mes para que yo cumpliera los cinco.

   Aquel primer día de clases, mi papá y yo atravesamos la algarabía de las decenas de fiñes que alborotaban la calle, esperando a que abrieran, y entramos en la dirección:
   -- Aquí te traigo al niño.
   -- Ah, muy bien.

   Yo, la cabeza baja, temeroso porque un director en aquellos tiempos era una figura que inspiraba el mayor de los respetos, apretaba la cartera que estrenaba con dos o tres libretas de páginas vacías, un par de lápices que mi mamá había afilado y una goma de borrar.
   -- Te lo entrego con nalgas y todo.
   Fue la primera vez que yo escuché aquella frase. “¿Qué habrá querido decir Papi?”, me pregunté inquieto durante toda la mañana. Una mañana que ya estaba de por sí cargada por el nerviosismo que comenzar en la escuela produce en un chamita novato en todos los aspectos de la vida.
   Más tarde, ya en nuestra casa, mi madre me despejó la incógnita:
   -- “Con nalgas” quiere decir que si te portas mal, el maestro está autorizado a castigarte como él estime conveniente.
   -- ¿Me puede dar leña?
   -- Claro.


   En los seis años que pasé allí, algunas veces me sancionaron con la pena más común: un rato de pie mirando para la pared, en el aula o en la dirección. Pero nunca me porté tan mal como para ganarme un cocotazo. Eso sí, fui testigo de cómo algunos de mis condiscípulos se llevaron unos cuantos pescozones y yitis.
  El castigo corporal era aceptado por la sociedad como el método apropiado para corregir una mala conducta. Eso era así. Siempre había sido así. Y nadie se cuestionaba su efectividad o sus consecuencias. Nadie hablaba de daños psicológicos al “pobre niño” cuando aguantaba una tunda de cintazos de sus padres.
   Ni secuelas ni traumas ni leches. La autoridad era la autoridad y si se cuestionaba, el mundo podría irse al carajo.
   -- Te lo entrego con nalgas y todo.

LA MARAVILLA DE LAS MARAVILLAS
   Un acontecimiento importante era la llegada de un circo. Casi siempre era uno de los humildes porque Esperanza, económicamente, no resultaba una plaza apetecible para los grandes como Santos y Artigas y Pubillones. Durante mi infancia, alguna vez que otra, cayeron por allí el Montalvo y el Nelson, pero eso fueron excepciones.
   El aparataje circense se plantaba en el descampao donde los grandes jugaban pelota y allá nos íbamos una pila de fiñes, alborozados y curiosos, a asomarnos asombrados al montaje de la carpa, las gradas y los palcos, los trapecios y las casetas, a admirar a los animales en sus jaulas y a ver como el elefante no se cansaba de levantar y bajar su trompa.
   Por la noche, un rato antes de la función, la orquestina tocaba algunas piezas junto a la entrada para animar a los allí reunidos a que pasaran por taquilla.
   Este pequeño concierto terminaba con una rumba donde se lucía el timbalero. (1)
   -- ¡Pasen, señores, pasen! Dentro de unos minutos dará comienzo la maravilla de las maravillas: ¡el circo!
   Una vez que arrancaba el espectáculo, el interés de nosotros los niños se centraba en los intentos de entrar sin pagar, metiéndonos por debajo de la lona. Los encargados de evitarlo eran los tarugos pero algunos de ellos, durante la función, a veces debían ayudar adentro, en la pista. Y era entonces, cuando aprovechábamos la falta de vigilancia y se formaba la coladera. (2)


LA POLÍTICA ERA ASÍ
   Las elecciones era un vacilón para la muchachería. Se celebraban cada cierto tiempo para elegir al alcalde y a los concejales, a representantes y senadores, al gobernador provincial y al presidente de la nación.

   Los habrá habido buenos, honrados y eficientes pero buena parte de los políticos electos se dedicaba a robar, a defender sus intereses y a malgobernar durante su mandato, cosa que a nadie parecía preocuparle mucho ya que se daba por hecho que la política era así y punto.
   El pueblo se revolucionaba durante aquellas campañas electorales. Todos los postes eléctricos se llenaban de pasquines con los caretos de los candidatos, había pancartas por dondequiera y los carros anunciadores con bocinas en el techo circulaban a diario por todo el pueblo con el volumen a to meter y un montón de chamas detrás repartiendo volantes.
   Para nosotros los menores, lo mejor eran los mítines, con su explosión de cientos de voladores y las caballerías de guajiros llegados de todos los barrios rurales del municipio para demostrar que el partido convocante estaba respaldado por mucha gente.

PERDER EL TIEMPO
   Tras pasar la mañana en la escuela, almorzaba en casa. Y de ahí en adelante, me dedicaba a perder el tiempo.

   La tarde se me iba en mataperrear con mis amiguitos, escaparme al río, tumbar mangos, mameyes y aguacates de los árboles de las fincas cercanas, coleccionar postalitas de peloteros, jugar a las bolitas en los bordillos de las aceras y al beisbol en el medio de la calle con pelotas hechas con cajetillas de cigarros Partagás, chupar las cañas que se le caían de los vagones a los trenes, burlarse de Fito, de Sarasa y demás personajes estrafalarios locales, empinar papalotes… Y muchas actividades más de una larga lista, a cuál de ellas más vacilable.

   
   Al caer la noche: jugar a los escondidos en las calles semioscuras, caerse a pedradas con las pandillas rivales, escuchar los episodios de Tamakún y los juegos del club Almendares, disfrutar de la retreta de la Banda Municipal dirigida por el Maestro Patato...

En esta glorieta del parque, dos noches por semana,
la Banda Municipal de Esperanza reventaba
unos pasodobles y unos danzones que pa que te cuento.

   Los sábados y domingos tocaba dar gritos en la tanda infantil del Principal cuando el cowboy protagonista se fajaba él solo a tiros o a trompada limpia con los bandidos, cuando Tarzán le entraba a puñaladas a un cocodrilo o cuando El Gordo y El Flaco trataban de subir un piano por una escalera y se les caía. (3)

   Es lo que yo te digo: siempre había algo placentero que hacer cuando uno se dedicaba a ser niño. (4)

SE ACABÓ LA DIVERSIÓN, LLEGÓ EL FUTURO Y MANDÓ A PARAR
   Y en ese paraíso de despreocupación y jodedera andaba yo cuando de pronto terminé la primaria y mi familia me cayó encima con la matraquilla de que había que pensar en mi futuro:
   -- Tienes que hacerte bachiller y después ir a la universidad, para que no seas un pobre diablo el día de mañana.
   -- Que se haga médico.
   -- O abogado.
   -- Lo mejor es que estudie para dentista. Cuando termine, puede abrir una consulta aquí en el pueblo.
   -- Sí, dentista es lo mejor. Mira que bien vive Alicia sacando y empastando muelas.
 


   Cursar séptimo y octavo en la Escuela Superior de Santa Clara, una especie de secundaria básica de la época, daba derecho a ingresar en el Instituto de Segunda Enseñanza de la ciudad capital de la provincia.
   Mi madre decidió que era preferible que yo intentara evitarme aquellos dos años de estudios y me presentara “por la libre” a las pruebas de ingreso del Instituto. Si uno obtenía una plaza, podía entrar directamente en el bachillerato.
   Me pasé aquel verano con un profe particular, fajado con los libros y con unos resúmenes mimeografiados que llamaban “las conferencias” y aprobé. Aún me faltaban unos meses para cumplir doce.

Cuando me tomaron esta foto tenía once años
y para todo el pueblo yo era Eugenito.
Faltaba un tiempo para que mis amigos
empezaran a llamarme Yin.

   Yo ni me lo imaginaba entonces, pero el primer día en que me monté en la guagua de Ómnibus El Iris para asistir a clases en Santa Clara, le estaba diciendo adiós para siempre a mi querida y feliz niñez y entrando en esa etapa que se caracteriza por la incertidumbre: el resto de la vida.


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N    O    T    A    S

(1)   Algún día, un investigador o cronista de la música cubana se dará cuenta de que nadie lo ha hecho y escribirá un ensayo profundo y bien documentado como tributo a los grandes y anónimos timbaleros de los circos y de las compañías teatrales que recorrían la isla por pueblos, caseríos y bateyes, poniendo la base rítmica para que las rumberas despampanantes se destacaran batiendo sus caderas y repartiendo alegría a los que más la necesitaban: los insignificantes, los desvalidos, la gente mínima, mientras el maestro de ceremonias gritaba:
   -- ¡Que digan los del gallinero si esta mulata le zumba!

(2)   Colarse en un espectáculo es una de las más sabrosas sensaciones que se pueden vivir. Y alcanza su grado máximo de satisfacción si uno se cuela siendo niño.

(3)   La palabra inglesa cowboy no era pronunciada por nosotros los chamas esperanceños como cauboy, sino como comboi. Ignoro quien fue el primero que cambió la u por la m pero doy fe de que todos decíamos comboi.
   Yo no soportaba a Roy Rogers y otros vaqueros que en medio de la película se ponían a cantar junto a la hoguera. Me parecían unos flojos. Mis favoritos eran los que formaban piñacera en el saloon como Bob Steele, Charles Starrett (Durango Kid) y Johnny Mack Brown, que en mi fonética particular se vocalizaban Bobtele, Charletarre y Jonimacbron.

De izq. a derecha: Bob Steele, Charles Starrett y Johnny Mack Brown


(4)   Cuando años más tarde, ya en la capital, conocí como vivían su infancia los fiñes de La Habana sentí una profunda lástima por ellos. ¡Lo que se perdieron por ser de la gran ciudad! 
La misma pena que siento cuando veo a los de ahora, haciendo montones de deberes escolares, asistiendo a clases de judo o encerrados en sus habitaciones con sus portátiles, sus consolas o sus tabletas, haciendo algo que dicen que se llama jugar.

 En 1946/47, con ocho años, en cuarto grado. Mis padres se rascaron el bolsillo
para que asistiese por las tardes al Colegio Privado La Esperanza. Cuota mensual: 10 pesos.
Soy el primero por la izquierda, en la segunda fila.


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 La empresa norteamericana Create Space / Amazon ha publicado,
en formato papel, mis dos libros "Pedraza Ginori Memorias Cubanas".
Sus páginas son un compendio de mis experiencias y mis circunstancias, vividas en el mundo de la televisión, los espectáculos, la creación musical,

la radio, la publicidad y la prensa.
Los dos volúmenes recogen, en clave autobiográfica, sucesos, “batallitas”, semblanzas, anécdotas y reflexiones personales.
El Libro 1, “Eugenito quiere televisión”, tiene 342 páginas. 

El Libro 2, "Quietecito no va conmigo", 362 páginas.
Ambos están a la venta en las webs
 www.createspace.com  www.amazon.com  www.amazon.es

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