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jueves, 18 de febrero de 2021

BALADA DEL PIONERITO QUE SOÑABA SER COMO FIDEL

    Advertencia: este relato es una obra de ficción en la que he incorporado algunos datos tomados de las enciclopedias digitales Wikipedia y Ecured.
P.G.
 
I
   El 24 de mayo de 2020, en una reunión de chequeo del programa de producción de alimentos que fue televisada a todo el país, el presidente de la República de Cuba realizó una serie de comentarios críticos acerca de las deficiencias que presentaba el sector de la alimentación, sector que recalcó “está considerado como estratégico”, y presentó algunas ideas que podían ponerse en práctica para mejorar la situación.
   Aquel día el presidente formuló una frase que los internautas de la oposición, siempre tan oportunos como malévolos, con frecuencia acusados por La Habana de estar a sueldo del gobierno norteamericano, exprimirían hasta lo indecible: “La limonada es la base de todo”.
   La expresión fue el punto de partida para una campaña en las redes sociales cuyo objetivo era desacreditar al mandatario (“Puesto a Dedo” insistían en llamarle), resaltando su nulidad como político y la burbuja privilegiada en que vive, aislado de la realidad dramática que sufren los hambreados cubanos de a pie.
   Su referencia a la limonada como solución alimentaria acompañará al presidente por los siglos de los siglos, tal y como “La patria es ara, no pedestal” identifica a José Martí y “Patria o Muerte, Venceremos” a Fidel Castro.


II
   Dispuesto a darle la vuelta a la tortilla en aquel combate ideológico planteado por el enemigo yanqui, el presidente, robándole tiempo a sus numerosas ocupaciones, se implicó personalmente en un proyecto ambicioso: la creación de una cadena de unidades de venta de refrescos elaborados a base de limón. Al cumplirse seis meses de aquella reunión, el 27 de noviembre y en saludo al aniversario del fusilamiento de los estudiantes en 1871, se inauguraba en Caimito del Guayabal el primer quiosco de “El limoncito verde olivo”.
    El plan estratégico que se preparó, se puso en marcha. Los “limoncitos”, bien diseñados, limpios y relucientes y con una amplia oferta de limonadas frías de 25 sabores, adquiribles en moneda nacional a solo 10 centavos el vaso grande y servidos por jóvenes amables enfundados en vistosos uniformes, se extendieron enseguida por todas las provincias tal y como años atrás proliferaron las jugueras y las guaraperas. La población, encantada, se volcó hacia los quioscos, formando largas colas para disfrutar de la oportunidad que se le brindaba de saciar su sed.
   El presidente, satisfecho y sonriente, apareció en el Noticiero Estelar de la TV bebiendo “el preciado líquido” (así lo describía la voz del locutor), recorriendo una de las nuevas plantaciones de limones encargadas de asegurar el suministro de la materia prima y mostrando uno de los 123 modernos equipos portátiles de refrigeración, adquiridos con divisas en Japón, que garantizarían que cada unidad sirviera bien frías sus limonadas.
   Como ha sido costumbre con las iniciativas similares a lo largo de la revolución, los “limoncitos verde olivo” duraron menos que un merengue en la puerta de un colegio. Pocos meses después de su puesta en marcha, el panorama se había deteriorado tanto que los establecimientos se quedaron sin colas porque no había producto que ofrecer. En las reuniones del Partido se les echó la culpa a una mala planificación de los factores y a una deficiente ejecución de los cuadros dirigentes de nivel medio. La agricultura, que fue incapaz de garantizar el abastecimiento, la falta de detergentes, que causó el deterioro de la higiene de los establecimientos, las neveritas japonesas, que se quedaron sin piezas de repuesto, la corrupción del personal, que vendía las limonadas a peso y por la puerta de atrás, en fin...
 
III
   El 20 de abril de 1960, cuando la maestra Aída trajo al mundo a la criatura que había estado engordando en su vientre durante nueve meses, descubrió que era un varón, que estaba bueno y sano y que, como todos los recién nacidos, era feo y arrugado. El papá, un obrero que trabajaba en la cervecería de Manacas, quiso que se llamara como él, así que le pusieron Miguel.
   Placetas era un pueblo grande, de calles anchas, ideal para pasar allí la infancia, jugando y creciendo, creciendo y jugando. En la escuela primaria fue un chico corriente, como los demás, y lo único que lo diferenció de sus condiscípulos fue su fascinación por la revolución, que por entonces andaba, como él, en su primera década de vida y estaba de moda en Latinoamérica.
   La admiración del pequeño Miguelito por el máximo líder Fidel Castro Ruz merece párrafo aparte. La fomentaron las historias que escuchaba en el seno de su familia, tan revolucionaria ella, sobre el héroe heredero directo de Martí que había atacado el Cuartel Moncada, desembarcado en el yate Granma, subido a la Sierra Maestra y peleado al frente del Ejército Rebelde hasta derrotar a la dictadura y liberar al pueblo.
    Cada vez que el Comandante en Jefe salía por el televisor soviético Krim, Miguelito dejaba lo que estuviese haciendo, a veces algo tan importante para un niño cubano como jugar a la pelota con sus amiguitos, y se sentaba, tranquilo e interesado, a ver a aquel barbudo atractivo, de exuberante verborrea y carismático como él solo, que afirmaba no tenerle miedo a los americanos y prometía un futuro repleto de abundancia y felicidad para todos sus compatriotas.
   Con apenas ocho años, una noche en que transmitían una comparecencia del Uno (también llamado "El Caballo"), Miguelito, sentado en el suelo, se volvió hacia sus padres y les sorprendió diciéndoles con cara seria:
– Yo no sé por qué el lema de los pioneros es “Seremos como el Che”. A mí me gusta más Fidel. Cuando yo sea grande, voy a ser como Fidel.
   Aída, orgullosa, comentaba con sus compañeras de la Federación de Mujeres, lo revolucionario y socialista que le había salido su pequeño hijo y lo contento que se puso cuando su padre le regaló un uniforme de miliciano. Ya cuando cursaba el cuarto grado, lo de Miguelito con Fidel era un encarne en toda regla. En los matutinos, leía con voz emocionada, fragmentos de discursos del Fifo que recortaba del periódico.
   La tapa al pomo la puso en la actividad de fin de curso de aquel año, cuando recitó, de memoria y sin un error, las cuatro últimas páginas de “La historia me absolverá”, palabra por palabra y punto por punto. Eso le valió un diploma, que enmarcó y colocó en la sala.
   Durante su adolescencia y juventud, Miguel siguió untándose el cuerpo de revolución como si esta fuera una pomada contra la sarna. Fue número uno en todas y cada una de las tareas que se le encomendaron y en algunas otras que acometió por iniciativa propia, como por ejemplo sembrar pangola, la hierba que promovía el Comandante, en el huerto de su secundaria básica y organizar y dirigir unas jornadas de estudio sobre la vida, obra y pensamiento fidelista a la que asistieron 22 cederistas de su zona. Esto último le valió otro diploma, uno más que sumó a las decenas de reconocimientos que, mientras se iba convirtiendo en adulto, fue guardando en las gavetas de su armario.
   “¡Fidel! ¡Fidel!” se desgañitó Miguel junto a sus compañeros de la Unión de Jóvenes Comunistas, aclamando al Caballo aquella tarde en que le vio en persona por primera vez, en un acto multitudinario en Santa Clara. Ese día, ronco de tanto gritar consignas, las manos rotas de tanto aplaudir, el ánimo exaltado de tanto fervor militante, Miguel regresó a su hogar alternando en su mente una mezcla rara de sentimientos: la alegría de haber tenido a su ídolo a pocos metros y la tristeza de verlo toser varias veces y así comprobar que su Fidel adorado era un ser humano como los demás y que, por tanto, alguna vez se tendría que morir. Acostado en su cama, reflexionó: “¿Qué le ocurrirá a Cuba, a su gloriosa revolución y a toda la humanidad cuando ese hombre extraordinario no respire más, cuando su mente excepcional deje de orientar a las masas, cuando su liderazgo se apague y solo quede el recuerdo de su fructífera vida?”.
   Claro que para ese momento fatal faltaba mucho aún, pensó. Excepto por aquella tosecita puntual, el Comandante se veía vigoroso y saludable y la Seguridad que lo cuidaba era la mejor del mundo. Pero aun así, había que preparar el relevo, por si acaso. Y entre los hombres que relevarían a Quientúsabes en su tarea de alumbrar a los humildes oprimidos de la Tierra con la antorcha del comunismo, se dijo convencido, tengo que estar yo.
  Aquella noche, conversando con su almohada, se prometió que haría realidad su sueño infantil de ser como Fidel, que no importaban los sacrificios y los esfuerzos a realizar, que la Patria que os contempla orgullosa necesitaba de él y a ella un revolucionario sincero no le podía fallar.
 
IV
   Para no hacer muy largo el cuento, diremos que Miguel, una vez claro su objetivo en la vida, se puso para las cosas, comenzando por lo más elemental: engordar su currículum vitae. Con 21 años cumplidos terminó la carrera de Ingeniería Electrónica. A continuación, se integró en las Fuerzas Armadas Revolucionarias, donde estuvo hasta 1985, año en que comenzó a desempeñarse como profesor en la Universidad de Santa Clara. Entre 1987 y 1989 cumplió misiones internacionalistas en Nicaragua. Al regresar, fue dirigente de la Unión de Jóvenes Comunistas en la provincia de Villa Clara. Se destacó tanto que fue nombrado miembro del Comité Nacional de la UJC y posteriormente, en 1991, elegido para integrar el Comité Central del Partido. En el 93 lo designan segundo secretario del Comité Nacional de la UJC. En 1994 lo hicieron primer secretario del Partido en Villa Clara.
   Ya entonces Miguel, que era un tipo alto, le había copiado a Fidel su gesto confianzudo de ponerle la mano en el hombro a la gente, lo que en lenguaje visual simboliza paternalismo y se ejecuta para demostrar ascendencia moral del dirigente hacia los demás.
   Además de destacarse en cuanta meta se le puso por delante, Miguel, que brillante no era, pero tonto tampoco, comprendió desde muy joven que el mundo interior del Partido único era sucio, campo abonado para trampas, zancadillas y traiciones, un estercolero donde subir un escalón era solo posible para los que se sometían, un entorno malsano en el que mantener una trayectoria ejemplar valía menos que ser un cuadro obediente, incondicional hasta las últimas consecuencias.
   En esto, el PCC no era diferente a otras formaciones políticas de cualquier país del mundo. En su interior se movían diversas tendencias y escoger la buena era fundamental para destacarse y avanzar.
 
 V
   Desde siempre se había establecido que Raúl Castro sería el sustituto en caso de muerte de su hermano. Era evidente que Raúl tenía en su bolsillo la llave del funcionamiento del régimen, que nadie podría llegar al tope de la cúpula castrista sin su apoyo. Y Miguel, que ya se había transformado de un niño inocente que soñaba ser como Fidel en un oportunista ambicioso avezado en las intrigas palaciegas, supo entender las señales que le llegaban, supo captar la frecuencia en que se movían los chismes, dimes y diretes de los pasillos del poder. Así que se arrimó a “la gente de Raúl”, un grupo de dirigentes civiles y militares alineados bajo la batuta del segundo secretario del Comité Central y con una lealtad absoluta a este.
   La opción escogida le dio resultado. Estuvo claro que la mano de Raúl fue la decisiva en 2003 para que el placeteño entrara en el exclusivo Buró Político y lo movieran de Villa Clara, donde se decía que había hecho un buen trabajo, para mandarlo a poner en orden la provincia de Holguín, que andaba patas arriba.
   “Esto pinta bien”, se regocijaba Miguel al ocupar su puesto en las reuniones donde se cortaba el bacalao, acordándose de todas las ocasiones en que bajó la cabeza y dijo sí cuando lo correcto era haber dicho no, en todas las veces en que se arrodilló como súbdito fiel, en todas las maquinaciones y chanchullos en que jugó el rol que le asignaron. Todas las mierdas que ya cargaba sobre sus espaldas de dirigente sumiso habían valido la pena. “Es el precio que hay que pagar si uno quiere estar arriba arriba”, se tranquilizó.
   Una cosa trajo la otra, en una espiral imparable hacia el cielo socialista. En 2009, ministro de Educación Superior. En 2012, vicepresidente del Consejo de Ministros. Un año más tarde, primer vicepresidente del Consejo de Estado. En el 18, presidente de dicho órgano.
   Era un secreto a voces que Raúl andaba probando a un grupo de dirigentes para que se hicieran cargo de la revolución cuando él y su hermano mayor fallecieran. Aunque nadie se lo confirmó, Miguel supo de buena fuente que él estaba entre los finalistas seleccionados y se ilusionó. Si se portaba bien, si continuaba portándose bien, si no cometía un fallo como los que provocaron la caída de los prospectos Robertico Robaina, Carlos Lage o Felipe Pérez Roque, algún día de un futuro cercano el dedo del segundo secretario del PCC le señalaría y él llegaría, al fin, a ser como Fidel.
 
VI
   En noviembre de 2016 muere El Uno.
   El 19 de abril de 2018, aquel pionero placeteño que se quedaba lelo mirando al Fifo en el televisor en blanco y negro, fue nombrado por el Dos como presidente de Cuba. Doce meses después, la presidencia le fue ratificada por la mayoría, unánime como siempre, de la Asamblea Nacional del Poder Popular, para un período de cinco años prorrogable por una única vez.
   Aunque el mando verdadero quedó en manos de su mentor, quien dirige en la sombra desde su cargo de primer secretario del Partido, Miguel hace como que gobierna, preside el Consejo de Ministros, sale en el noticiero dándoles orientaciones a sus subordinados, arremete a diario contra el bloqueo al que achaca todos los males, dispara discursos tan sosos que duermen al más insomne, les pone su mano paternalista en el hombro a las viejitas, en los desfiles agita una banderita pegada a un palito, cita a Martí, viaja de un lado a otro rodeado de escoltas e interpreta el papel de cero a la izquierda que le han asignado con bastante dedicación, todo hay que reconocerlo.
 
VII
   A veces, la triste realidad de una nación en crisis permanente que no levanta cabeza porque, dirigida por una pandilla de incapaces, sigue amarrada a un sistema que no funciona, le produce un bajón a Miguel. Él  se mira en el espejo y no se gusta. Su nariz se ha alargado, como la de Pinocho, por tantas mentiras que ha dicho y su barriga le ha crecido demasiado por ingerir en demasía los nutrientes que al pueblo le faltan. Entonces se deprime porque admite en su fuero interno que no es ni llegará a ser como Fidel. El Caballo era un hijoeputa excepcional, capaz de engañar a medio mundo prometiendo una utopía, capaz de convencer a millones para que fueran a cortar caña, capaz de coger un país floreciente y destruirlo hasta el extremo de que hoy es imposible destruirlo más y Miguel solo es un tipo insignificante de Placetas cuyo único mérito es haber sabido trepar, uno más de los que prometen y no resuelven, un don nadie de quinta categoría, un mediocre que carece del más elemental carisma, un burócrata gris que hace lo que Raúl le dice que haga, alguien a quien le queda grande el uniforme con la estrella en el hombro del Fifo.
   Pero él no se cansa, se repone de esos momentos de depresión y sigue en la brecha, disfrutando de privilegios, bañándose en su piscina en la que nunca falta el agua, comiendo de todo y quizás, ¿por qué no?, engordando una cuenta en dólares a su nombre en un banco extranjero, por si acaso.
   Empeñado en que la gente lo vea como un nuevo Fidel, insiste machaconamente en afirmar que es continuidad y hace cosas similares a las que hacía su adorado líder. Por ejemplo, en estos días anda dedicado en cuerpo y alma a un proyecto muy personal que lo tiene ilusionado: la creación de una cadena de quioscos de venta de limonadas para la que ya se le ocurrió un llamativo nombre: “El limoncito verde olivo”.
 
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