CAPÍTULO 41: EMIGRANTES
─¿Qué cuenta Silvitica? ─preguntó Basurita.
─Que les va bien. Mandó un
retrato de Silvitiquita, que ya cumplió dos años.
─Deja ver la foto. Oye, ¡qué
desarrollada! Se ve que la chiquilla se alimenta con proteínas.
─Silvi ya se le cuela bastante
al idioma, ya atiende al público en una frutería. Pepín hizo un curso de
albañilería y trabaja en la construcción, haciendo rascacielos. Dice que eso lo
pagan con un salario alto. Tan alto que ya están planeando comprarse un
apartamento a plazos.
─O sea, que están encaminados.
─Nosotros deberíamos...
─¿Nosotros? ─la interrumpió─.
Olvídate de eso, Gorda. ¿Tú crees que yo voy a perder la vida que me doy aquí?
¿Tú me imaginas pasando frío y poniendo ladrillos a 50 o 60 pisos de altura?
─Podrías aprender inglés y
despedir duelos ─sugirió ella en plan coña, atenta a lo que tenía a la
candela─. En un lugar con tantos millones de habitantes seguro que mucha gente
se morirá. Algún muerto tendría que tocarte, ¿no?
CAPÍTULO 47: LOS PALOS SOSOS
En el cuarto de al lado, Moncha
y Quino yacían iluminados por la lamparita de mesa. El resplandor resultaba
suficiente para que ella pudiese leer una revista Romances, para que se
escapase al escenario rosado de la noveleta romántica publicada en las páginas
finales.
La luz amarillenta de la
bombilla atravesaba los desperfectos de las tablas de la pared e invadía el
territorio personal del pequeño Basurita cubriéndolo de penumbras, dibujando
figuras nunca repetidas, nuevas cada vez. La sombra que hoy simulaba un
pacífico elefante, mañana podía ser interpretada como las fauces de un ogro a
punto de devorarle.
Era tiempo de campeonato. Las
últimas percepciones de realidad de Mito se mezclaban con las exaltadas voces
masculinas que parloteaban en la bocinita del receptor Zenith que Quino
colocaba en la mesilla para oír acostado el beisbol. El niño se iba quedando
dormido envuelto por las descripciones de las jugadas que se desarrollaban en
un lejano estadio de la capital: los mágicos doblepleis facturados por Héctor
Rodríguez desde la tercera base del Almendares, los batazos del americano Talúa
Dandridge, los ceros que a su edad todavía era capaz de colgar en la pizarra el
veterano pitcher Martín Dihigo, las porfías que si ao, que si quieto, con el
ampaya Amado Maestri, zzz, zzz, zzz...
El
Almendares tenía dos peloteros en circulación y su mejor toletero al bate. Y
justo entonces fue que Mito se despertó.
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