Se llamaba Dolores, Dolores Buján Vázquez, pero siempre fue
Lolita. Nació en El Cerro, o sea que más cubana no podía ser, pero ella siempre
se sintió gallega. Su madre había emigrado desde aquella tierra hermosa y
lejana en los tiempos en que una travesía entre Vigo y La Habana duraba veinte
días. De niña, ella le oía contar leyendas de bosques nevados cubiertos de
niebla por donde pasaba la Santa Compaña, historias de antepasados de aquella
Galicia donde el frío apretaba en invierno y la primavera era un hermoso
renacimiento de la naturaleza, una fiesta amenizada por muñeiras.
Cuando tenía nueve años, su mamá le dijo «vamos, para que conozcas a tu padre» y Galicia pasó de ser un sueño a hacerse realidad. Fueron unos años, pocos, pero los suficientes para que la pequeniña echara raíces en Palas de Rei y corriera por las praderas cercanas a la aldea con las amiguitas que ni se imaginaban el tráfico que había en Monte y Belascoaín ni conocían lo rico que suena un son tocado por un sexteto.
A los doce o algo así, la madre, que era de anjá, decidió que ya era hora de regresar definitivamente a Cuba y ella sintió que más que llevársela, la arrancaban de Galicia.
Cuando tenía nueve años, su mamá le dijo «vamos, para que conozcas a tu padre» y Galicia pasó de ser un sueño a hacerse realidad. Fueron unos años, pocos, pero los suficientes para que la pequeniña echara raíces en Palas de Rei y corriera por las praderas cercanas a la aldea con las amiguitas que ni se imaginaban el tráfico que había en Monte y Belascoaín ni conocían lo rico que suena un son tocado por un sexteto.
A los doce o algo así, la madre, que era de anjá, decidió que ya era hora de regresar definitivamente a Cuba y ella sintió que más que llevársela, la arrancaban de Galicia.