Un pequeño homenaje a los ídolos que tanto me dieron:
Antonio Pacheco, Omar Linares, Cheíto Rodríguez, Víctor Mesa, Kindelán, Vinent,
Lazo, Germán Mesa, Pedro Jova, Huelga, Armando Capiró, Antonio Muñoz, Raúl
Reyes, Urbano González, Rosique, Luis Giraldo Casanova, El Duque, Marquetti...
¡¡¡Pedro Chávez!!!
Cuando Aniceto nació, allá por 1949 en un
tranquilo pueblo del interior, a los cubanos lo que les apasionaba era la
pelota. Al evocar su niñez se ve bateando, corriendo bases y fildeando
roletazos y flais en el solar que estaba detrás de la estación de ferrocarril.
Por las noches, una pila de gente se reunía en el parque a escuchar la
narración que hacía Felo Ramírez de los juegos del habanero Stadium del Cerro
en las bocinas que había instalado El Cojo en la fachada del café de
Salustiano.
Al recordarse de pequeño, lo primero
que le salta es el placer infinito que le provocaba la pasión beisbolera, los
jonrones de Roberto Ortiz, los doblepleis iniciados por Willy Miranda, los
toletazos de Miñoso y Formental, los ceros que les colgaba el guajiro
almendarista Conrado Marrero a sus eternos rivales habanistas, las discusiones
sobre quién era mejor manager entre Miguel Ángel Gonzalez y Fermín Guerra...
Después, cuando llegó la revolución, el
adolescente Aniceto se enteró de que la pelota que él conocía, la que amaba por
sobre todas las cosas, era un deporte despreciable, dominado por los “intereses
imperialistas de los grandes clubes profesionales que exprimen a los atletas
convirtiéndolos en mercancía”.
Aniceto no se creyó aquel argumento. Él nunca había visto una fotografía de
Héctor Rodríguez, Silvio García o Camilo Pascual en que estos aparecieran
exprimidos.
Pero, bueno, el beisbol, ahora
convertido en bueno y socialista, limpio de “intereses imperialistas”, siguió
siendo el deporte nacional y las nuevas estrellas que ocuparon en el joven
corazón de Aniceto el lugar de los ídolos de antes, lograron entusiasmarlo y
hacer que llorara de emoción cada vez que se ganaba un título mundial, aunque
fuera amateur y, por tanto, venido a menos.
Y pasó el tiempo. Y Aniceto, que se había
mudado para la capital en los ochenta, siguió siendo un fanático fiel a la
pelota, aunque ya esta, asfixiada y empobrecida como el resto del país,
languidecía. Y allí estaba él, sentado un par de veces por semana en su asiento
favorito de la banda de primera base de un Latino que había sido en sus tiempos
el Gran Estadio del Cerro, pero ya no era lo que era.
En uno de esos brincos inesperados y extraños
que da la vida, Aniceto aprovechó que su difunto padre había nacido en
Andalucía, sacó la nacionalidad española y vino a caer en la Madre Patria en uno
de aquellos primeros años 90 en que el Período Especial apretaba y de qué
manera.
Pero resulta que en España lo que
mandaba era el fútbol y la gente no tenía ni mínima idea de lo que era la
pelota. Y Aniceto se sintió como si le hubieran cortado los brazos, como un
niño huérfano de padre y madre, perdido en un ambiente enrarecido en que nadie
había escuchado al genial Bobby Salamanca narrar los jonrones diciendo “Adios,
Lolita, de mi vida”, donde nadie había oído hablar de Aquino Abreu, de
Urquiola, de Padilla o de Casanova, de Rey Vicente Anglada o Laffita, donde
nadie sabía que “el que le gane al Almendares se muere”, que “el paso del elefante
es lento pero aplastante” y que “hay que joderse con los Orientales”.
Aniceto, perdido en el llano, incapaz
de entrar en el complicado mundo de las reglas del balompié, no traicionó a su
béisbol querido e intentó seguir a través de Internet lo que hacían los cubanos
en las Grandes Ligas americanas, pero aquella huída hacia adelante no funcionó.
No funcionó porque los nombres de los jugadores le eran ajenos. No funcionó
porque comprendió que gran parte del placer que da seguir un deporte está en comentarlo
con los demás, en compartir las emociones. Y en España, en toda la España que le rodeaba,
joder, nadie sabía de pelota.
En el trabajo, en los bares, en
cualquier parte, el fútbol era el tema favorito de conversación de la gente. Y
para no sentirse apartado, discriminado, Aniceto intentó reciclarse. Algo debía
tener el balompié cuando despertaba las pasiones de todo el país, se dijo. Él
lo intentó, créanme que lo intentó, pero no logró cogerle el tranquillo.
En 2001, en la ciudad donde vivía, Aniceto
conoció a un cubano recién llegado. El compatriota era más o menos de su misma
edad, loco a la pelota como él y, cómo no, se hicieron amigos. Desde entonces,
se cuentan por decenas las tardes de cervezas, tamales y chicharrones que
Aniceto y Emilio se pasaron acribillándose a recuerdos, a recuerdos beisboleros
casi siempre. Y asegurándose mutuamente que allá arriba, en la altísima cima
donde está la pelota, jamás podrá situarse un deporte tan aburrido como el
fútbol donde, como decía Emilio, “los jugadores se pasan la mayor parte del
tiempo corriendo como locos de aquí pallá, sin meter un singao gol”.
Opinión que apuntillaba Aniceto diciendo “así mismitico es”.
Una tarde inolvidable fue aquella en
que Aniceto le contó a su amigo que había leído en Internet que el Duque
Hernández, para celebrar una victoria importante de su carrera de pitcher, se
abrió la camiseta de los Yankees de New York para enseñar la de Industriales
que llevaba debajo. Y a ambos, emocionados porque los machos cubanos también se
emocionan, se les aguaron los ojos porque el gesto del Duque era mucho con
demasiado.
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Orlando "El Duque" Hernández |
Ayer, 26
de mayo de 2018, fue un día agobiante para el viejo Aniceto. Se celebraba en
Ucrania la final de la Liga
de Campeones de la UEFA. El
Real Madrid se enfrentaba al Liverpool y en la península y sus islas
adyacentes, a pesar de los escándalos de corrupción política, no se hablaba de
otra cosa que de fútbol. Que si Cristiano Ronaldo, que si Zidane...
Anoche, como su yerno, madridista hasta
el tuétano, había ocupado el televisor y toda su familia se puso a ver el
partido convirtiendo el ambiente del salón en una tormenta insoportable,
Aniceto se escapó del piso y bajó a tomar un café en el bar de los bajos. Pero
¡qué va!, allí había tres pantallas transmitiendo desde Kiev y los parroquianos
gritaban con cada jugada. Así que Aniceto pensó que sería buena idea llamar a
Emilio.
-¿Qué haces?
-Nada, estoy solo en casa, mirando la televisión.
-¿Te puedo caer por allá?
-Claro.
15 minutos después, Aniceto entró en el
el apartamento de su amigo cubano y al comprobar que Emilio había sucumbido y
estaba viendo el fútbol, celebrando el tercer gol del Madrid con la misma
exaltación de cualquier natural de Lavapiés, se sentó en el sofá, abrió una
Cruz Campo, esperó que su amigo se calmara y le preguntó:
-Chico, ¿tú me podrías explicar algo que nunca he podido entender? ¿Cúando un
jugador está fuera de juego?
-Coño, si es facilito. Cuando se encuentra más cerca de la línea opuesta que el
balón y el penúltimo adversario, lo que quiere decir que el jugador se
encuentra más adelantado que todos los jugadores oponentes menos uno.
Aniceto no entendió la explicación,
pero comprendió en ese momento de una vez por todas que o se pasaba al fútbol o
se quedaría el resto de su vida en la más absoluta de las soledades.
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