Ayer martes 13 de noviembre
de 2018, fue un día triste para la música latinoamericana. Se nos fue para
siempre Lucho Gatica. El más grande entre los grandes, el que más brilló en la
época en que triunfaron crooners de la talla de Antonio Prieto, Daniel
Riolobos, Pedro Vargas, Fernando Fernández, Julio Jaramillo y Vicentico Valdés.
Lucho era un muchacho chileno que empezó a conocerse fuera de su país cantando música típica de su tierra. Uno de sus primeros éxitos internacionales fue “Yo vendo unos ojos negros”. Un día decidió pasarse de lleno a los boleros, atreviéndose a cantarlos en México y en Cuba. Era como ir a bailar a casa del trompo. Y le salió bien la jugada.
Con su cara de joven decente que no rompe un plato, su pelo engominado y su
voz cálida, conquistó a toda América. Y, por supuesto, triunfó en Cuba. En los
años 50, en todos los traganíqueles sonaban una y otra vez “No me platiques”,
“Historia de un amor”, “La barca”, “El reloj”, “Tú me acostumbraste”, “Si me
comprendieras”, “Sabor a mí”, "Total" y otras maravillas que, interpretadas por él, nos
ponían la carne de gallina a los que éramos adolescentes por entonces y
soñábamos con alcanzar algún día “un amor como no hay otro igual, que me hizo
comprender todo el bien, todo el mal”.
Gaspar Pumarejo lo presentó en sus programas y los televisores cubanos se
llenaron de romanticismo. Las chicas abarrotaban el estudio para verle actuar y
quizás, con suerte, obtener un autógrafo del ídolo. Y los chicos le envidiábamos
aquella manera de enamorar cantando.
Después pasó lo que pasó y Lucho más nunca volvió a Cuba. Se nos perdió
de vista, pero su voz se
quedó guardada en el más entrañable pedacito de nuestra memoria, aquel en que
están los mejores recuerdos.
Ayer la muerte se lo ha llevado. Pero esta vez se jodió la muy cabrona porque
no va a poder con él, porque mientras vivamos todos los que nos emocionamos con
sus interpretaciones, Lucho seguirá viviendo.
Adiós, Maestro, y muchas gracias.