No es de extrañar que en medio de un proceso
tan complejo como fue aquella cosa que llamaron Revolución Cubana (también
conocido como “lo que pudo haber sido y no fue”), un batiburrillo donde se
integraron fuerzas e individuos procedentes de distintas corrientes políticas e
ideológicas, existieran contradicciones y luchas entre las figuras que ocuparon
cargos de importancia en la estructura del poder.
¿Qué cubano que vivió en la vorágine del
ciclón revolucionario que transformó la isla a partir de 1959, no ha escuchado
historias de broncas entre dirigentes? En algunas de ellas participó el
Comandante en Jefe, el hombre que se las arregló para mantener un poder
omnímodo y debido a ello, siempre sus intereses y puntos de vista resultaron
ganadores en las disputas. Llevarle la contraria fue un ejercicio muy arriesgado
que podía acabar con quien se atreviera a hacerlo. La pelea con él siempre fue
la del león contra el mono amarrado. Y ya sabemos quién era el león.
A falta de periodistas que pudieran
investigar y desvelar las interioridades del partido único y del gobierno, a
falta de una prensa independiente que publicara los resultados de dichas
investigaciones, las confrontaciones entre mayimbes siempre quedaron para la gente de a pie en el territorio de la clandestinidad, de la bola que se
despliega sin posibilidad de comprobación. De ellas se filtraban cuentecitos y
rumores transmitidos por vía oral, de persona a persona, que resultaban poco
menos que chismes de palacio con un grado de veracidad bastante bajo.
Por eso resultó tan sorprendente que en
diciembre de 1963 dos sujetos de primera categoría dentro del régimen se enfrascaran públicamente en una
polémica que reveló las diferentes formas de entender el arte y la cultura que
existían en el seno del gobierno.
Uno de ellos fue Blas Roca, dirigente comunista
de toda la vida, stalinista de pura cepa que era por entonces miembro de la
Dirección Nacional del Partido Unido de la Revolución Socialista (PURS),
estructura política que agrupó a distintas fuerzas que habían combatido la
dictadura de Batista y fue la antecesora del Partido Comunista de Cuba que se
fundaría años después, en 1965. Roca dirigía el periódico Hoy, de cobertura nacional, un panfleto
repleto de consignas antinorteamericanas, noticias de logros alcanzados en la
producción y la defensa, exhortaciones al trabajo voluntario y propaganda de
exaltación a lo bien que se vivía en los países socialistas de Europa.
Su contrincante fue Alfredo Guevara,
presidente fundador del Instituto Cubano del Arte y la Industria
Cinematográficos (ICAIC), un ensayista cercano al poder más alto, que disponía
de una posición de peso en los círculos intelectuales de la época.
Todo comenzó el jueves 12 de diciembre,
cuando la sección “Aclaraciones” del diario Hoy dio la respuesta de Blas Roca a
unas preguntas de Severino Puente, actor y director de programas de televisión
que se había hecho popular por su interpretación humorística de un guajiro
llamado El Niño de Pijirigua. Puente, por entonces muy integrado a la
revolución, cuestionó la pertinencia de que el ICAIC exhibiera en los cines un tipo
de filmes realizados en países capitalistas que él consideraba nocivos para la
construcción de la mentalidad socialista del pueblo.
Y a partir de aquella publicación, la liebre
se soltó.
Preguntas sobre películas
Severino Puente, el conocido actor de la
Radiodifusión Nacional, quisiera, según nos dice en su carta, que se le
aclarara un tema que es motivo de grandes discusiones entre compañeros del
sector artístico.
«Me refiero —expone— a ese nuevo tipo de
películas que se exhiben en nuestras salas cinematográficas, en las que se
muestra la corrupción o la inmoralidad de algunos países o clases sociales,
pero donde nunca se resuelve nada.»
«Sabemos —agrega— que es difícil que en una
película del cine capitalista se dé solución justa a la denuncia que pueda
presentar.»